Publiqué este post aquí por primera vez.
En Resistencia y revolución durante la Guerra de la Independencia (Prensas Universitarias de Zaragoza) Richard Hocquellet escribe acerca del ideario que alimentó el levantamiento contra la invasión francesa en 1808:
“El estudio del contenido del discurso patriótico podría partir del eslogan que lo resume para los españoles de la época: Patria, Rey y Religión.
El enunciado de la patria remite a la definición de una identidad española que no apareció de golpe en 1808. Es el producto de la construcción progresiva de un tipo ideal español que había formalizado la elite a lo largo del último cuarto del siglo XVIII. Para entender la fuerza de este enunciado y su generalización en el momento del levantamiento debemos tener en cuenta las diferentes etapas de su elaboración y la forma en que los españoles se apropiaron de él. En la década de 1770, las ideas de la Ilustración penetraron en gran parte de la elite, con la ayuda del rey Carlos III y sus ministros “ilustrados”, como Campomanes o Aranda. La referencia al modelo francés es ineludible. Los hombres de la Ilustración española eran afrancesados en el sentido cultural. Se oponían a otra parte de la elite que rechaza la modernidad copiada del extranjero en nombre de la propia historia del país y de la tradición religiosa, que ejemplifican obras como el texto del hermano José de Torrubia Centinela contra francmasones (1752) o La falsa filosofía (1775-1776) de Fernando de Cevallos. En 1783, con ocasión de la aparición de la Encyclopédie thématique de Panckoucke, se avivaron las tensiones entre los dos grupos. En esta obra hay un artículo sobre España de Masson de Morvilliers. Ofrecía una visión desdeñosa que exageraba los rasgos tradicionalistas de la sociedad española. El artículo mostraba el desprecio que sentían hacia España los franceses de la Ilustración. Suscitó varias respuestas; la más argumentada fue la del partidario de la Ilustración Juan Pablo Forner. En 1786 publicó la Oración apologética donde alababa la especificidad española.
Los ataques del clero fueron los más violentos. Los eclesiásticos se lanzaron contra la “corrupción de las costumbres” y contra el progreso del deísmo y de la libertad de prensa. El discurso francófobo del clero recuerda al que esta clase había utilizado en las luchas que habían mantenido Francia y España en el siglo XVI y a comienzos del XVII. A finales del siglo XVIII ya no se trataba de una campaña orquestada por la monarquía católica. Ya no le resultaba útil a la diplomacia porque el gobierno era más bien francófilo. Tenía más efecto entre las clases populares, que constituían el público de los sermones.
Con la Revolución francesa, la francofobia, cuyo contenido era sobre todo religioso, pasó al terreno político y se amplificó. Los españoles que en 1789 habrían podido apreciar el derrocamiento del absolutismo y la instauración de un régimen monárquico liberal rechazaron la proclamación de la república, incluso antes de la ejecución de Louis XVI. Un hombre de la Ilustración como el conde de Floridablanca, que formaba parte del gobierno en ese momento, se alejó del modelo francés que había mostrado sus límites con la ruptura del orden social en 1792-1793. La política oficial de encauzamiento (el “cordón sanitario” que se puso en marcha para evitar la difusión de las ideas revolucionarias) ofreció al clero la oportunidad de lanzar una nueva serie de ataques contra Francia: éstos culminaron durante la Guerra de la Convención entre 1793 y 1795. Como ejemplo podemos citar la obra del hermano Diego de Cádiz, cuyo título indica el alcance ideológico de esta guerra: El soldado católico en la guerra de religión(1793). Esta contienda, como muestra Jean-René Aymes, puede entenderse como la primera experiencia patriótica en la que se forja un discurso antifrancés que tiene un fuerte tenor religioso y contrarrevolucionario.
Aunque la francofobia del clero se funda ante en un movimiento de rechazo, de negación, viene acompañada de un movimiento positivo de valoración de las particularidades españolas en el campo de la cultura. Lo encontramos en el discurso patriótico de 1808. Su forma más simple es la oposición antitética. Los franceses son frívolos y los españoles constantes; los franceses son impíos y los españoles piadosos, etc. Un texto publicado en Valencia en 1809 invertía el juicio negativo de los franceses sobre España y lo consideraba halagador:
¡Feliz goticismo, barbarie y fanatismo español! Felices con nuestros frailes y con nuestra Inquisición, que en el concepto de la ilustración francesa nos lleva tras de las otras naciones un siglo por lo menos de atraso. ¡Oh, y si pudieramos recular aún otros dos!”
Christopher Hitchens ha escrito:
Lo has dicho al menos una vez en tu vida. “Voy a hacer de abogado del diablo.” Es así como demuestras tu capacidad para el argumento a contrario, pruebas a otros y a ti mismo que puedes vivir peligrosamente a ambos lados de una cuestión, interpretar el papel irónico o amoral. El ejercicio lleva consigo ese escalofrío vago y lejano que todavía se produce cuando mencionas el nombre del Príncipe de las Tinieblas, hablas del diablo, pronuncias o murmuras algunos versos satánicos.
A principios del pasado junio, tuve una oportunidad única en la vida de realizar de verdad esta tarea luciferina. Pasé una mañana en una habitación cerrada con tres sacerdotes, una Biblia y una grabadora. Y di mi prueba solemne contra la fallecida Agnes Bojaxhiu de Skopia, Macedonia, la artista antes conocida como madre Teresa de Calcuta. Su beatificación y canonización todavía podrían producirse, pero en algún lugar de una cúpula de Roma continuarán mis diez centavos de inferno, irritando y negando la pía invocación del paradiso. ¿Y quién sabe? Hizo falta un Papa Pablo VI para decanonizar a mi tocayo San Cristóbal, cuyo supuesto rostro aparecía en innumerables medallones de viajeros fieles. Resultó que, después de todo, no pertenecía al calendario. Se ha descubierto que él y otros personajes ejemplares y fabricantes de milagros eran fraudes o mitos. Mi día de la venganza puede llegar, aunque será un escaso consuelo que se reúna conmigo en el infierno una monja adusta que ha sufrido una inversión de su fortuna y que podría –puesto que era, después de todo, solo una humana- guardarme rencor.
Fue el padre David O’Connor de la Archidiócesis de Washington quien me llamó. “Roma nos ha pedido”, me dijo, “que le invitemos como testigo en el debate sobre la santidad de la madre Teresa”. Esto fue seguido de algunos emails y cartas de las autoridades eclesiásticas de Calcuta, que querían saber si yo estaría listo para hacerlo. Contesté que estaría más que encantado de ir a Calcuta o a Roma, pero dijeron: No, prepararemos una audiencia usted donde vive. Así que una mañana me puse un traje, y casi una corbata, me afeité y partí para ser advocatus diaboli.
El verdadero trabajo de “abogado del diablo”, como sabía, había sido abolido por el actual Papa en 1983. Juan Pablo II ha beatificado o canonizado a más candidatos a la santidad que sus diecisiete predecesores inmediatos combinados y una forma para posibilitar esta cadena de montaje de santidad fue eliminar (“Es una pena”, se lamentó en confianza el padre O’Connor) al único empleado de la Santa Madre Iglesia en el que todo el mundo, sagrado o profano, creía de verdad. En su libro Making Saints, el devoto corresponsal de Newsweek Kenneth Woodward describe así este enorme cambio doctrinal: “La Iglesia ya no miraría al tribunal de justicia como modelo para llegar a la verdad sobre la vida de un santo; en cambio, emplearía el modelo académico de investigar y escribir una tesis doctoral”.
De hecho, la habitación a la que me condujeron se parecía más al despacho de un profesor que a un tribunal o un confesionario. En torno a una mesa brillante se sentaron el monseñor Joseph Sadusky, el diácono Bernard Bernier, y el buen padre O’Connor. Con su aspecto distinto, todos parecían adecuados al papel: el monseñor algo delgado y ascético; el diácono bastante rechoncho y mundano; el padre, una pequeña obra maestra de escultura irlandesa de Brooklyn, con un pelo blanco y unas mejillas rojas que contrastaban felizmente. Pensé que no era presuntuoso por mi parte asumir que habían leído mi breve libro The Missionary Position: Mother Teresa in Theory and Practice, así que cuando me preguntaron si tenía alguna declaración inicial dije, en efecto, que pensaba que era una muestra de juego limpio por su parte invitar a un testigo tan conspicuo por su falta de fe. Añadí que me daba cuenta de que no era asunto mío lo que la Iglesia decidiera con respecto a sus santos, pero que la palabra “santo” tenía un significado secular que se entendía de forma común, y que estaba preparado para argumentar que su candidata era extremadamente indigna de esa interpretación. Después el monseñor Sadusky me entregó los Testamentos y me pidió un juramento preliminar. En un tribunal habría pedido prometer, pero parecía ridículo empeñarse en ello en ese escenario, así que juré debidamente por Dios Todopoderoso.
Resultó que esos tres hombres del clero eran médiums de larga distancia de los ventrílocuos del Vaticano. Sobre la mesa había un enorme cuestionario, diseñado para interrogar a todos los testigos. La tarea era pasar por él, sin desviarse del guión. Se encendió la grabadora, hubo la habitual comprobación para ver si podía de verdad reproducir una voz humana (algo que logró milagrosamente, a la primera), y empezamos. Sin apartarse del texto que tenía delante, el monseñor Sadusky preguntó si, acerca de la “Sierva de Dios, madre Teresa”, podía arrojar alguna luz sobre la santidad y sencillez de los años de su infancia. Mirando el cuestionario, vi que había páginas de preguntas posteriores, todas formuladas en los mismos términos. Pregunté si podía guardar una copia y me dijeron que mi petición había sido anotada. En ese momento anoté para mí que el monseñor tenía un defecto de pronunciación leve pero muy llamativo, y, previendo un largo diálogo de sordos, pedí permiso para avanzar. (Aunque he estado en el lugar de nacimiento de la madre Teresa, no soy útil para iluminar sus primeros momentos de revelación infantil.) Se garantizó permiso. Acordamos saltarnos la sección sobre su gracia interior y piedad.
Al reseñar la famosa Historia de los Papas de Leopold von Ranke, Lord Macaulay dijo que la Iglesia Católica “entiende perfectamente lo que ninguna otra iglesia ha entendido nunca: cómo tratar con los entusiastas”. Tuve la oportunidad de recordar esto a mis supervisores cuando llegamos a la sección sobre la doctrina. La madre Teresa había sido una gran crítica del Papa Juan XXIII y de las reformas propuestas en el Concilio Vaticano II. Le desagradaba cualquier reconsideración de la enseñanza ortodoxa y siempre tomaba la versión más extrema de cualquier dogma. Por ejemplo, cuando le concedieron el Premio Nobel de la Paz, anunció que la mayor amenaza para la paz mundial era… el aborto. Y en otras ocasiones había proclamado que el aborto y la contracepción eran moralmente equivalentes. Lógicamente, eso significaría que creía que la contracepción era también una gran –si no la mayor- amenaza para la paz mundial. ¿De verdad quería el Vaticano, pregunté, condecorar una aplicación tan absurda de la defensa por principio de los no nacidos? Puede que fuera mi imaginación, pero me pareció que el diácono Bernier me disparaba una mirada interesada desde el otro lado de la mesa.
Cuando me preguntaron si sabía algo de su trabajo con los pobres y si alguna vez la había conocido, contesté que había caminado por Calcuta en su compañía y llegado a la conclusión de que no era tanto una amiga de los pobres como una amiga de la pobreza. Elogiaba la pobreza, la enfermedad y el sufrimiento como regalos del cielo, y decía a la gente que aceptase esos regalos alegremente. Se oponía férreamente a la única política que ha aliviado la pobreza en cualquier país: el empoderamiento de las mujeres, y la extensión del control sobre su propia fertilidad. Su famosa clínica de Calcuta no era más que un hospicio primitivo: un lugar para que la gente muriese, y un lugar en el que el tratamiento médico era rudimentario o inexistente. (Cuando ella cayó enferma, voló en primera clase a una clínica privada de California.) Las grandes sumas de dinero que recaudaba se invertían sobre todo en construir conventos en su propio honor. Y entabló amistad con una serie de ricos corruptos y estafadores, desde Charles Keating de Lincoln Savings & Loan hasta la repugnante dinastía Duvalier en Haití, y aceptó de ellos grandes donaciones de dinero que había sido realmente robado a los pobres.
Casualmente, puedo demostrar que todas las afirmaciones anteriores son ciertas, y había llevado las pruebas conmigo. Pero no me pidieron que las presentara. La grabadora giraba en silencio y los hombres de la iglesia se quedaron sentados y callados mientras yo soltaba estas aparentes blasfemias. Para mí fue una conmoción descubrir que ninguna de las cosas que en general se creen sobre la madre Teresa –como su falta de preocupaciones terrenales y su modestia- era cierta en absoluto. Y soy ateo. Si mis palabras causaron una conmoción al monseñor, el diácono y el padre oírme, no delataron esa impresión.
Creí detectar una leve agitación cuando mencioné que no se ha publicado nunca una auditoría de las Misioneras de la Caridad, pese a las grandes sumas de dinero que han recaído sobre la orden. La Iglesia tiene mala fama por su sensibilidad en cuestiones financieras, y los escándalos del Banco Vaticano todavía pueden hacer que los fieles se estremezcan. Añadí que nadie acusa a la madre Teresa de defraudar para sus propios fines, pero si el dinero se gastaba en hacer proselitismo del fundamentalismo católico en países pobres –como ella pareció señalar en más de una ocasión-, ese no era el propósito con el que la mayor parte de la gente lo había entregado. Mientras tanto, un abogado de la oficina del fiscal del distrito del condado de Los Ángeles buscaba el reintegro de todo el dinero conseguido por medios ilícitos que Charles Keating (condenado por fraude, extorsión y conspiración en 1991) le había dado. (Ella le había escrito al juez del caso –un tal Lance Ito- alegando que Keating era un buen hombre. Había sido de verdad un buen hombre: le había dejado su jet privado y le había entregado un millón cuatrocientos mil dólares.)
En cierto momento del cuestionario, me preguntaron si la consideraba culpable del pecado de hipocresía. Dije que no. Siempre había anunciado sus creencias extremadamente reaccionarias; no era culpa suya si nadie se había dado cuenta y el rebaño mediático había decidido que era una persona compasiva y sensible. Aunque había una cosa. En 1995 el pueblo de Irlanda celebró un referéndum para decidir si se admitían el divorcio y el matrimonio posterior a este. La madre Teresa intervino poderosamente en el lado del “no”. Una mujer irlandesa, si estaba casada con un maltratador alcohólico e incestuoso, debía aguantarse, u ofrendarlo al cielo. Pero el mismo año, la madre Teresa concedió una entrevista al Ladies’ Home Journal donde decía que le alegraba oír oír que su amiga la princesa Diana se iba a divorciar, ya que el matrimonio real era obviamente infeliz. Dije que esperaba que esto fuera hipocresía, puesto que de otro modo parecería la iglesia medieval, que predicaba una moral estricta para los pobres y ofrecía indulgencia a los ricos.
Unas cuantas formalidades más y la audiencia quedó completa. El padre O’Connor me llevó a su propio sanctasantórum y me permitió un cigarrillo. “Roma quería de verdad que se hiciera esto”, dijo con tonos bastante crudos. “Nos han dicho que transcribamos la cinta y la mandemos a final de semana.” (Esto fue un jueves por la mañana.) Añadió: “El Papa tiene un interés personal. Va por la vía rápida”. Me dijo que podía revisar la transcripción, y que intentaría conseguirme una copia del cuestionario, que no habían permitido sacar del cuarto. Le pregunté qué le parecían mis pruebas. Fue sorprendentemente sincero. “Bueno, mucha gente de la iglesia le dirá que era una mujer muy difícil. La tuvimos aquí en Washington, para poner una casita para su orden. Un sitio pequeño y agradable, pero quiso que se quitase todo lo que era moderno, hasta la formica. Era muy difícil.” Sabía que esto era cierto de todas sus actuaciones: nada salvo la austeridad absoluta para los pobres y los enfermos. He debido de entrevistar a una docena de ex voluntarios que la dejaron solo por esa razón. Pero, por supuesto, un celo extremo de esta clase a menudo convence a la gente de que se encuentra en presencia de la grandeza.
Solo me di cuenta al llegar a casa. Milagros. No me habían preguntado sobre los milagros. Para que una persona supere el proceso de la beatificación –el preludio de la canonización completa- al menos se le debe poder atribuir un milagro. (Antes eran dos milagros, pero el Santo Padre también ha eliminado esa condición.) El arzobismo Henry d’Souza de Calcuta, jefe de la “comisión para la santidad” de la madre Teresa, empaquetó sus investigaciones y envió todos los materiales relevantes al Papa a mediados de agosto. Esto representa otra ruptura con las reglas tradicionales: hasta ahora, las audiencias para la santidad no podían empezar antes de que hubieran trascurrido cinco años desde la muerte del candidato, y la madre Teresa murió en 1997. Pero está claro –el arzobispo d’Souza ha usado públicamente el vulgarismo “vía rápida”- que el Papa Juan Pablo II quiere anunciar personalmente su beatificación, si no su canonización, antes de que (para ser sinceros) él mismo tenga que entregar las llaves.
Esto significa, por no decirlo con más sutileza, que la gente de d’Souza debe de haber encontrado y certificado un milagro con una prisa considerable. Según fuentes del campo del arzobispo, han seleccionado a una joven hindú de la localidad de Raiganj, al norte de Bengala. En 2000, esta desafortunada chica sufría por lo visto un tumor, pero después de rezar a la madre Teresa ya no lo padeció más. Si eso no lo demuestra, no sé qué podría hacerlo.
Ahora los médicos deben decidir sobre el caso, pero solo se les pide que certifiquen que la curación es “orgánica, inmediata e irreversible”. Como esas recuperaciones inexplicables se producen casi cada día en grandes hospitales, cualquier persona racional puede llegar a la conclusión de que “no hay explicación natural”. El segundo paso del argumento –que debe haber por tanto una explicación sobrenatural- entraña un salto de fe. En sí, los milagros no le demuestran nada a un cristiano, o se supone que no le demuestran nada. Después de todo, la Biblia está llena de hazañas milagrosas ejecutadas por diablos, magos y brujos paganos o faraónicos. La diferencia en la que insiste la Iglesia es que un milagro se produce tras la muerte de un santo o una santa, pero aun así se le puede atribuir directamente. Así, las autoridades se aseguran contra la propaganda agresiva –porque no puede haber conjuras o brujerías personales- y a la vez proponen un criterio imposible de prueba y refutación.
El pasado mes de septiembre, las Misioneras de la Caridad de Calcuta se vieron tremendamente avergonzadas por un juicio contra una de sus monjas, la hermana Francesca. Esta mujer había tomado la mano de una chica de siete años llamada Karabi Mandal y la había quemado con un cuchillo caliente. El padre de la chica, un ropavejero local, llevó a la monja a los tribunales. Nunca sería tan estúpido como para decir que un incidente así condena a toda la orden. (La Iglesia tendría que cerrar si eso fuera cierto.) Pero si la hermana Francesca hubiera testificado que la madre Teresa le había hablado desde el cielo, diciendo: “No toques a esa niña”, estaría impresionado. Solo que parece que nunca sucede así. Y cuando empezaba a vislumbrarse el procedimiento judicial, la propia hermana Francesca desapareció milagrosamente.
Ya he ayudado a desmentir un milagro atribuido a la madre Teresa en vida. El periodista británico Malcolm Muggeridge, un propagandista de la divinidad, hizo una película sobre su vida titulada Something Beautiful for God. (Este documental, emitido por la BBC en 1969 y luego adaptado en forma de libro, lanzó a la madre Teresa como estrella mediática). Durante la filmación, se entrevistó a la combativa anciana en una habitación muy oscura de uno de sus hogares de caridad. Se pensaba que las imágenes tendrían demasiada poca luz como para usarlas; sin embargo, cuando se puso el fragmento en la sala de edición, una luz extraña y hermosa dominaba la escena. Muggeridge contactó inmediatamente con la prensa para anunciar “el primer milagro fotográfico auténtico”, y el descubrimiento tecnológico de lo que llamó “la amable luz” del Cardenal Newman. En una entrevista, el cámara Ken MacMillan anunció que esta había sido en realidad la primera prueba de una nueva película especial de Kodak diseñada para filmar con poca luz. “Tres hurras por Kodak”, dijo, es lo que demostraba. Pero para cuando presentó su prueba, el rumor ya corría como el avistamiento de un OVNI, y la propia madre Teresa, modesta como siempre, no hizo nada para detenerlo.
Como digo, no tuve la oportunidad de entrar en nada de esto con mis tres hombres del clero. Pero más tarde descubrí que la parte milagrosa del caso no es asunto suyo. Una comisión totalmente separada se encarga de decidir si la madre Teresa puede curar póstumamente los tipos de tumor que afectan a los creyentes. Hay algunos, en Roma y en otras partes, que piensan que todo esto suena a prisa indecente. Pero son demasiado perspicaces como para argumentar con éxito. Esta es la más rápida de las vías rápidas: ¿quién querría intentar descarrilar? Para darte una idea, el anterior récord de velocidad en la beatificación lo ostenta Monseñor Escrivá de Balaguer, el fundador del movimiento seglar Opus Dei y un gran favorito del Papa Juan Pablo II. Alcanzó la beatitud en 1992, solo diecisiete años después de su muerte.
El Opus Dei no le gusta a todo el mundo en la Iglesia. Ayudó a sostener el decadente régimen de Franco en España; es secretista, sectario y reaccionario. También tenía en sus filas al señor Robert P. Hanssen, el agente del FBI que vendió a numerosos compañeros a la KGB, y que acaba de negociar una rebaja de la pena capital. Según su mujer, Bonnie, en 1980 le confesó que había empezado a recibir un segundo sueldo de Moscú. Ella dice que le convenció para que fuera a ver a su sacerdote, el padre Robert Bucciarelli. Aparte de confirmar que en 1980 conocía a Hanssen, Bucciarelli se ha negado a hablar más del asunto. Esto a su vez significa que no niega haberle aconsejado a Hanssen que entregase su primer estipendio soviético –veinte mil dólares de 1980- a la madre Teresa. Eso es, en todo caso, lo que Hanssen le dijo a su mujer que le había dicho que hiciera y había hecho. Las Misioneras de la Caridad no pueden confirmar la donación, que Hanssen dice que entregó en pequeñas cantidades, pero, vaya, las Misioneras de la Caridad no aportan documentos financieros. Dependen, según las palabras de la hermana Mary Dominga de la parte este de Estados Unidos, “de la divina providencia”. Y si el padre Bucciarelli le hubiera dicho a Hanssen que devolviera el dinero y decidiera no volver a pecar, creo que habría encontrado alguna manera de comunicar ese hecho sin violar el secreto de confesión, si se trataba de eso y no de una “consulta”. Estas revelaciones se produjeron después de mi día en la archidiócesis, así que no tengo forma de saber si Roma piensa que la mala conciencia de los traidores que continúan llevándose dinero y enviando a más colegas ante los pelotones de fusilamiento estalinistas puede expiarse de esta manera. Sin embargo, el señor Hanssen conserva su buena posición como miembro del Opus Dei. (Para que lo excomulgaran, probablemente tendría que emplear un anticonceptivo o buscar un divorcio o un aborto.)
Contra mi voluntad, la cadena que emitió mi documental sobre la madre Teresa decidió titularlo Hell’s Angel [Ángel del infierno], un nombre bastante barato y pueril. Y es bajo ese título desafortunado como se ha proyectado en algunos festivales de cine y otros espacios. Cuando fui a presentarlo hace años en una muestra en el campus de la Universidad de Rochester, encontré un furioso piquete que convocaba un grupo llamado los Corderos de Cristo de Nueva York, una organización con evidente mentalidad de rebaño. Pero luego llegó la policía y me dijo que necesitaría una escolta de seguridad porque se habían localizado algunos elementos criminales muy peligrosos entre la gente. No creí que los Corderos fueran a recurrir al baño de sangre, y rechacé la protección. Así que me quedé pasmado al ver, mientras avanzaba hacia la sala, a una banda de tipos duros e hirsutos y con chaquetas de cuero que me gritaban. No me di cuenta de lo que pasaba, así que me acerqué y les pregunté qué querían. Con cierta incomodidad, me dieron una orden notarial de cese, asegurando que había violado su marca. Era la agrupación local de Los Ángeles del Infierno. Su honor satisfecho, se montaron en sus motos y se alejaron rugiendo, y me dejaron agarrando la orden y pensando: Finalmente ha ocurrido. En este país todo el mundo es un puto abogado. Sin embargo, estaba equivocado. Puede que los Ángeles del Infierno tengan un abogado caro, pero el mismo Diablo no lo tiene. El Papa le ha privado de su derecho de asistencia legal. Ahora bien, siento una estima secreta por el Santo Padre. Puede que sea muy conservador en materias de doctrina, pero fue un hombre de verdad en la lucha por su Polonia natal, y ha cambiado prácticamente en solitario la postura de la Iglesia hacia la asquerosa práctica de la pena de muerte. Es por tanto un poco triste, incluso para alguien que no cree, ver que termina sus días como un vendedor de reliquias de la Edad Media, cambiando las reglas para otorgar una dispensa especial a una pecadora astuta y mundana. Y por eso fue un placer y un privilegio ser el primero en representar al Maligno pro bono.
[Este texto de Christopher Hitchens salió publicado en Vanity Fair en 2001 y forma parte del libro Amor, pobreza y guerra (Debate).]
El escritor chileno Rafael Gumucio, que ha publicado recientemente Milagro en Haití, dice que los españoles vamos poco al psicoanalista y que, como no admitimos tener problemas íntimos, nos obsesionamos por la identidad nacional. Cataluña representa el 20% del PIB español, el 16% de la población y el 80% de la conversación.