
1.
Camboya condena a dos exlíderes de los jemeres rojos a cadena perpetua.
2.
Khieu Samphan y Nuon Chea, rostro presentable y jefe de la «máquina de matar»:
«Una anécdota aclara el fondo del pensamiento del futuro jerarca rojo [Khieu Samphan], cuya filosofía prefigura la tragedia por llegar y que consistía en eliminar a la gente educada de las ciudades. Su antiguo alumno cuenta que Khieu «decía que no podía aceptar que se plantaran los árboles en el campo y que dieran fruto a la capital. Eso significaba para él que el duro trabajo de los campesinos beneficiaba al enriquecimiento de los que vivían en la ciudad».
Khieu formaba parte del círculo de los «parisinos», esos jóvenes estudiantes camboyanos que habían ido a estudiar a París en la décad de 1950. En Francia, se hizo marxista, se unió al PCF e hizo una tesis doctoral en ciencia económica titulada «La economía de Camboya y sus problemas de industrialización». Una tesis que ya anuncia el proyecto de los jemeres rojos, centrado, de manera obsesiva, en el desarrollo rural, y que buscará, gracias a la teoría de la acumulación del excedente agrícola, el lanzamiento del país a la vía de la modernización industrial».
3.
Denise Affonço contó sus padecimientos bajo el régimen en el libro testimonio El infierno de los jemeres rojos (Libros del Asteroide), que ocasionó la muerte de casi dos millones de personas, una cuarta parte de la población de Camboya. Aquí hay un extracto del principio:
«Cuando todos los recién llegados estaban reunidos, el señor Thien nos inculcó, por primera vez, los diez mandamientos de Angkar, que había que aprender de memoria:
-Todo el mundo será reformado por el trabajo.
-No robar.
-Hay que decirle siempre la verdad a Angkar.
-Hay que obedecer a Angkar en cualquier circunstancia.
-Está prohibido expresar los sentimientos: alegría, tristeza.
-Está prohibido sentir nostalgia del pasado, el espíritu no debe vivoat (extraviarse).
-Prohibición de pegar a los niños, porque de ahora en adelante son los niños de Angkar.
-Los niños serán educados por Angkar.
-Jamás quejarse de nada.
-Si cometéis un acto contrario a la línea directriz de Ankar, haréis autocrítica en público en las reuniones diarias de adoctrinamiento, que son obligatorias para todos.
El señor Thiên hablaba en jemer: yo entendía lo que decía, pero, como no sabía leer ni escribir en esa lengua, tuve que transcribir fonéticamente los sonidos que oía para memorizar esta lección de buena conducta que a partir de entonces tendríamos que recitar en cada reunión.
A continuación, apunto las instrucciones sobre nuestra “apariencia”:
-Nunca llevaremos ropa de colores.
-Teñiremos de negro todas nuestras ropas, con la ayuda de un zumo de fruta llamada makhoeur que crece en la isla, por lo que hay que machacar las frutas y sacar el zumo que luego herviremos con las ropas durante una hora aproximadamente.
-Las mujeres se cortarán las uñas y el pelo: ni hablar de uñas largas y manicura; el pelo estará corto, rapado.
-Iremos descalzos: ni zapatos ni sandalias.
-Las personas que tengan problemas de visión no tendrán derecho a llevar cristales correctores porque ya no serán necesarios.
-Cuando os sentéis en un banco o una silla, está prohibido cruzar una pierna por encima de otra, porque es un signo externo del capitalismo.
Después nos explicó nuestra nueva forma de vida: horarios de trabajo, nuevos términos que adoptar en la lengua de todos los días:
-Trabajaréis todos los días desde el amanecer al anochecer: los sábados, domingos y festivos quedan abolidos y el trabajo se repartirá de la manera siguiente: las mujeres irán a plantar maíz cuando estemos en esa época; los hombres se encargarán de desbrozar los terrenos todavía invadidos de maleza o árboles, allí se plantará caña de azúcar.
-No habrá más que dos comidas por día: mediodía y noche, para ayudar a que Angkar ahorre.
-El comercio ya no existe: no hay nada que comprar que ni que vender. Angkar nos distribuirá nuestra ración de arroz cada día, y una botella de leche concentrada por familia y por semana (cuyo color nunca vimos). Para lo demás, os las arreglaréis.
-Para comer, queda prohibida la expresión “pisa bai”, a partir de ahora se dirá “hôp bai”.[1]
-Los títulos de señor o de señora quedan abolidos, todo el mundo será “mit”, “camarada” (“mit” para hombres, “mit neary” para las mujeres casadas, “neary” para una chica joven).
-Todo el mundo hablará jemer, queda prohibido hablar en francés, chino o vietnamita.
Tras este discurso, el resto de la primera jornada se dedicó a poner en práctica las nuevas directrices. Las mujeres del pueblo nos cortaron el pelo. Yo no pude evitar llorar al ver cómo caían los mechones de mis largos cabellos, bajo los golpes secos de las tijeras oxidadas, pero más tarde, cuando ya no me quedaba jabón ni champú y mi cabeza estaba cubierta de piojos, me alegré de estar totalmente afeitada. Después nos indicaron dónde encontrar los árboles que daban makhoeurs para teñirnos los vestidos. Para cogerlos, había que golpear las ramas con una larga varilla de bambú, después apresarlos con un mortero, finalmente encontrar los recipientes adecuados para teñir nuestras ropas. Nada era gratis; ellas negociaban sus servicios e informaciones a cambio de medicamentos o arroz. A partir de ese día, el arroz, la sal, el azúcar y los medicamentos se convirtieron en la moneda más valiosa, lo aprendí a medida que me hundía en el infierno.
Desde el segundo día, todo el mundo se puso a trabajar. ¡Había que adaptarse, y rápido! Para nosotros, que no conocíamos en el trabajo agrícola, que nunca habíamos vivido en el campo, y en particular para mí, comenzaron los trabajos forzados. Los lugareños distribuyeron picos entre los hombres y los llevaron al otro lado de la isla para empezar a limpiar la tierra; las mujeres del pueblo reunieron a las mujeres y los niños, y los condujeron a los campos ya roturados para que sembraran.
¿Cómo se anda con los pies descalzos, sin estar acostumbrado, sobre la tierra removida, calentada y endurecida por el sol? El primer día, sufría un martirio cada vez que ponía un pie delante de otro en los surcos. Los lugareños, inmisericordes, se burlaban de mí perversamente: “¡Mirad cómo andan los de ciudad!”. Y las mujeres imitaban mi forma de andar. Intentaba aguantar, con los ojos arrasados de lágrimas… pero no, no se podía llorar, aunque perdieras a un ser querido. He de confesar que no toda la gente de Phnom Pehn era tan torpe como yo, algunos eran de campo y caminar descalzos les parecía muy sencillo.
Los días siguientes, aprendimos a meter en la tierra los granos de maíz, depositando tres o cuatro en cada agujero, con unos treinta o cuarenta centímetros de separación. También tuve que aprender a sacar agua del río, a llevar los cubos llenos a continuación ayudándome con una pértiga colocada en equilibrio sobre la espalda para regar los surcos.
A partir de los ocho años, los niños participaban en todas las faenas. Los más jóvenes, entre los que se encontraban Jeannie y Ha, se quedaban en casa todo el día. Dos o tres veces por semana iban a buscar madera para la cocina con niños de su edad. Ni hablar de jugar, eran capaces de trabajar: Angkar se encargaría de convencerlos. Los jemeres rojos pensaban que los niños eran como una hoja de papel en blanco sobre la que podían escribir lo que quisieran. En poco tiempo, Angkar remodeló el espíritu de nuestros hijos y les transmitió su ideología. Esos monstruos se sirvieron de los niños para espiar a los adultos, sus padres, a quienes consideraban podridos, corruptos e irrecuperables. El objetivo de Angkar era crear una nación nueva, con los buenos granos que hubieran quedado tras la selección.
Después de esa primera jornada de trabajo, estaba tan cansada y entumecida que apenas podía tragar mi precioso cuenco de arroz. Precioso, porque era el último cuenco de arroz blanco al que tendríamos derecho. A partir del día siguiente, vendría sistemáticamente mezclado con maíz; Angkar estaba sin existencias, había que apretarse el cinturón, y alimentar prioritariamente a los niños.
En unas semanas, grandes y pequeños perdieron varios kilos. Los niños ya no tenían ninguna vitalidad, ningunas ganas de jugar, de reír. Mi marido, de naturaleza más bien recia, acostumbrado a su whisky diario y a sus cigarrillos, vio cómo su reserva de grasa se fundía en el espacio de unos días, y tuvo que ponerse a régimen de agua de lluvia y tabaco conseguido mediante el trueque, enrollado en hojas secas de plátano. Su cara se vació de una manera impresionante.
Unos días después de llegar a la isla de Tukveal, nos convocaron, una mañana, en la pagoda que se encontraba en tierra firme. ¡Todos debíamos festejar la victoria y la liberación del país por parte de los valientes yautheas! Partimos por tanto con nuestro almuerzo en una tartera hecha con una hoja de palmera, que se llamaba “smok”. Había que utilizar las piraguas para volver a cruzar el río.
Convencidos de que volvíamos a casa, los niños estaban contentos… yo misma esperaba en secreto: ¿no circulaban rumores que decían que Angkar devolvía a la población a casa?
Los refugiados llegaban de todas partes, la pagoda se llenó rápidamente; los “espectadores”, prudentemente sentados en el suelo, esperaban pacientemente la llegada de Angkar. Terminó por aparecer… representado por un grupo de tres o cuatro hombres, con su ineludible pañuelo a cuadros blancos y rojos alrededor del cuello y sus sandalias Ho Chi Minh. Uno de ellos, que parecía el jefe del grupo, empezó un largo discurso elogiando a los yautheas pakdevat, los soldados de la revolución, y repasó la historia de Camboya desde el reinado de Sihanouk hasta la victoria de los jemeres rojos.
-Camaradas, antes de nuestra victoria, les habíamos pedido a los extranjeros que hay entre vosotros que abandonaran la capital, y a nuestros compatriotas que se unieran al frente de liberación. ¿Por qué no lo habéis hecho? Sabed que a partir de hoy sois prisioneros, sois prisioneros de guerra de Angkar; en principio, deberíamos fusilaros a todos, pero las municiones son caras… Por tanto, Angkar va a hacer una selección para eliminar a los malos elementos por medio del trabajo y las privaciones. Angkar necesita un pueblo nuevo, puro y trabajador. Todos os convertiréis en kamakors (campesinos) y kaksekors (obreros). No habrá más escuelas, ni más libros; la selva y los arrozales serán vuestra universidad; los conseguiréis con lágrimas y con el sudor de la frente. Vuestro dinero, el de los imperialistas de Lon Nol, ya no tiene ningún valor, será sustituido por la nueva moneda de Angkar. [2] De todos modos, vosotros no tendréis: viviréis del fruto de vuestro trabajo, del trueque y de lo que os distribuirá Angkar.
“¡Escuchad, camaradas! ¡No esperéis recobrar vuestras casas en Phnom Penh! Vuestra ciudad se ha convertido en un almacén gigantesco. Ya no hay embajadas, ni estadounidenses, ni franceses… ¡el país ya no necesita la ayuda extranjera! A partir de ahora, la medicina occidental será reemplazada por plantas… ¡Ya no necesitaremos combustible, las máquinas funcionarán con carbón vegetal! Al irse de nuestro país, los franceses han dejado sus coches, ¡se lo agradecemos! Pero nosotros nos serviremos de nuestras piernas, y recuperaremos los motores para las máquinas agrícolas o para las piraguas, y los neumáticos servirán para fabricar sandalias…».
[1] Las dos expresiones significan “comer”, pero durante el antiguo régimen los burgueses e intelectuales utilizaban “pisa bai”, sobre todo para dirigirse a una persona de más edad o prestigio. La expresión “hôp bai” fue impuesta por los jemeres rojos para borrar toda diferencia social debida a la edad.
[2] De hecho, pegaron a la entrada de la pagoda unos billetes de la nueva moneda, que nunca se utilizaría.
[En la imagen: Choeung EK Genocidal Center de Camboya.]