
Gabriel García Márquez fue un narrador extraordinario. Más fabulador que pensador, a veces tenía más encanto que profundidad. Al analizar sus posiciones políticas conviene recordar la frase de Woody Allen que dice que los intelectuales son como la mafia: solo matan a los suyos. A García Márquez le interesaba el poder y a muchos poderosos les gustaba estar cerca de él. Pero no creo que se tomaran en serio sus opiniones políticas. No sé si lo hacía Fidel Castro. No creo que lo hiciera Bill Clinton: de lo contrario, quizá no le habría dedicado palabras de elogio.
Es fácil decirlo a posteriori, pero García Márquez tenía muchas cualidades para el éxito: el don y la vocación, un talento para elaborar frases lapidarias, libros admirables, temas atractivos y eternos, y facilidad para crear mitos (entre ellos, el suyo). Además, su literatura convivía bien con algunas de las ideologías en boga en su tiempo. Una de las batallas intelectuales centrales del siglo xx es la disputa entre Sartre y Camus. Ambos compartirían cierta idea del compromiso intelectual. Pero encarnan dos mundos distintos: por un lado, la solidez filosófica y la fidelidad a la línea marxista y sus objetivos; por otro, el coraje requerido por un pensamiento más desnudo, que prescinde de los aliados y no rehúye las cuestiones morales.
Como explica Mark Lilla en Pensadores temerarios, es una imagen incompleta. El reconocimiento de los crímenes de Stalin en el XX Congreso del Partido Comunista en la Unión Soviética debilitó el comunismo y a algunos de sus defensores, como Sartre. Era, explica Lilla, la hora del estructuralismo:
El estructuralismo de Lévi-Strauss sembraba dudas sobre la universalidad de cualquier derecho o valor político, y levantaba sospechas sobre el “hombre” que los reclamaba. ¿No eran esos conceptos simplemente una coartada para el etnocentrismo, el colonialismo y el genocidio occidental, como atacaba Lévi-Strauss? ¿Y no estaba contaminado por esas mismas ideas el marxismo de Sartre? El marxismo hablaba del lugar de cada nación en el desarrollo general de la historia; el estructuralismo hablaba de cada cultura como si fuera autónoma.
[…]
Y, aunque quizá Lévi-Strauss no lo había pretendido, su escritura no tardaría en alimentar la sospecha entre la Nueva Izquierda de que las ideas universales a las que Europa proclamaba lealtad –la razón, la ciencia, el progreso, la democracia liberal– eran armas culturalmente específicas diseñadas para arrebatar al Otro no europeo su diferencia.
En El pesamiento salvaje, un libro donde señalaba que la escritura “ha quitado a la humanidad algo de esencial”, Lévi-Strauss afirmaba que “el pensamiento mágico no es un comienzo, un esbozo, una iniciación, la parte de un todo que todavía no se ha realizado; forma un sistema bien articulado, independiente, en relación con esto, de este otro sistema que constituye la ciencia”. Para él,
En nuestras sociedades actuales cuando nos encontramos con costumbres o creencias que nos parecen extrañas o que contradicen el sentido común, las explicamos como los vestigios o reliquias de modalidades arcaicas de pensamiento. Por el contrario, yo creo que dichas modalidades de pensamiento siguen vivas entre nosotros, a menudo les damos rienda suelta y coexisten con otras formas de pensar más “domesticadas” como las que se incluyen bajo el rótulo de “ciencia”.
Impulsado por la mala conciencia imperialista, por el sufrimiento que había provocado Occidente y la arrogancia con que había tratado al resto del mundo, y por las nuevas realidades políticas, el relativismo cultural se extendió en muchos países. Esa atmósfera intelectual facilitó un contexto para que García Márquez y su escritura resultaran atractivos. En El olor de la guayaba, Plinio Apuleyo Mendoza comenta al narrador colombiano:
–Tengo la impresión de que tus lectores europeos suelen advertir la magia de las cosas que tú cuentas, pero no ven la realidad que las inspira.
–Seguramente porque su racionalismo les impide ver que la realidad no termina en el precio de los tomates o de los huevos. La vida cotidiana en América Latina nos demuestra que la realidad está llena de cosas extraordinarias. […] Basta abrir los periódicos para saber que entre nosotros cosas extraordinarias ocurren todos los días. Conozco gente del pueblo raso que ha leído Cien años de soledad con mucho gusto y con mucho cuidado, pero sin sorpresa alguna, pues al fin y al cabo no les cuento nada que no se parezca a la vida que ellos viven.
García Márquez dice más adelante:
Quizás, como te lo dije ya, la pista me la dieron los relatos de mi abuela. Para ella los mitos, las leyendas, las creencias de la gente, formaban parte, y de manera muy natural, de su vida cotidiana. Pensando en ella, me di cuenta de pronto que no estaba inventando nada, sino simplemente captando y refiriendo un mundo de presagios, de terapias, de premoniciones, de supersticiones, si tú quieres, que era muy nuestro, muy latinoamericano. Recuerda, por ejemplo, aquellos hombres que en nuestro país consiguen sacarle de la oreja los gusanos a una vaca rezándole oraciones. Toda nuestra vida diaria, en América Latina, está llena de casos como éste. De modo que el hallazgo que me permitió escribir Cien años de soledad fue simplemente el de una realidad, la nuestra, observada sin las limitaciones que racionalistas y estalinistas de todos los tiempos han tratado de imponerle para que les cueste menos trabajo entenderla.
El discurso es endeble y frívolo. Arranca de una explicación estética, incurre en falsedades y acaba defendiendo la poesía del subdesarrollo. Pero contiene algunas cosas interesantes. García Márquez no se presenta solo como un reportero de una realidad distinta, extraordinaria: es, además, su representante. El libro se publicó en 1982, el mismo año en que García Márquez recibió el Premio Nobel. En su discurso de recepción dijo:
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes?
En la década de los setenta Estados Unidos había ayudado a destruir democracias y se habían extendido por América Latina dictaduras sanguinarias, que seguían en el poder en el momento en que García Márquez dio su discurso. Es una pena que sus palabras, una defensa de la justicia social, apelasen a esa excepcionalidad (“con métodos distintos en condiciones diferentes”), que podría servir también para justificar la interrupción de procesos democráticos. Las condiciones de la política internacional son distintas y hay cosas que ahora resultan evidentes y quizá entonces no lo eran. Aun así, tuvo más de tres decenios para cambiar de idea.
Si hubiera prestado atención en ese tiempo, habría visto que lo que ha llevado al progreso a los países latinoamericanos han sido la libertad, la democracia representativa y el Estado de Derecho. Todavía quedan muchas cosas por mejorar (como en Europa), pero la extensión de la educación y la atención sanitaria, el imperio de la ley, la competencia y la emancipación de las mujeres han mejorado la economía de los países y la vida de los ciudadanos. No creo que suponga una pérdida de “magia” y, si fuera así, estaría justificado. El alcantarillado y el reconocimiento de la dignidad son mejores que el encanto pintoresco.
La formación y la recepción de García Márquez también desmentían sus opiniones. Sus influencias reconocidas venían de muchos lugares: de Edipo Rey, de los juegos de Cervantes, de La metamorfosis de Kafka, del mundo y las técnicas de William Faulkner. Y su abuela, claro. Los referentes que citaba eran reconocibles de inmediato en otras latitudes. Su literatura fue rápidamente comprendida, admirada e imitada en muchos países e idiomas diferentes: resultó determinante para buena parte de la literatura poscolonial en lengua inglesa, pero también para Camí de Sirga, donde Jesús Moncada escribía sobre la antigua Mequinenza. La literatura atraviesa lenguas y países. El aumento de la diversidad, la combinación de sensibilidades y tradiciones, y la visibilidad de creadores todo el mundo son elementos maravillosamente enriquecedores. Y son justo lo contrario del relativismo cultural.
Como ha escrito Juan José Sebreli, “la diversidad colorida que añoraba Lévi-Strauss sólo era percibida por el viajero, pero para los miembros locales no significaba sino pobreza y atraso”.
También implicaba la opresión para los individuos que querían librarse de una tradición en la que no creían. El verdadero enemigo del individuo no ha sido la humanidad universal, sino los particularismos: nacionales, biológicos, raciales, sexuales, clasistas; éstos son los que sofocan la libertad y uniformizan a los hombres. Las utopías negativas sobre el mundo masificado, sobre el modelo único de hombre no se han cumplido; de hecho, vivimos en un mundo unificado por la economía transnacional, las comunicaciones, los medios, los viajes. El individuo es más libre que cuando vivía en una aldea vigilada por sus vecinos, controlado por la familia, la tribu o el clan. Nunca como en el universalizado mundo actual ha habido mayores posibilidades de elegir, de cambiar, de movilizarse, ni ha habido mayor diversidad de opiniones, de creencias, de estilos de vida, de modas, de formas de comer y de educarse, de comportamientos sexuales. Nunca el individuo ha llegado a ser tan independiente, ni la vida privada ha estado tan separada de la vida pública. Basta con comparar la situación actual de las mujeres, de los homosexuales, de las minorías raciales, con la que todos ellos vivían hasta mediados del siglo xx.
Quizá García Márquez no prestó atención a esas cosas porque no se dedicaba a eso. Él, el gran mistificador, había elegido otro personaje: el genio. En la disputa entre los Beatles y los Rolling Stones del boom, Vargas Llosa representa algo totalmente diferente: la curiosidad, el descubrimiento, el desafío, la revisión permanente de sus ideas. Si llega a la genialidad –y a mi juicio tiene obras superiores a las del colombiano–, es a través del rigor y el trabajo. El autor de Conversación en la Catedral, tantas veces vilipendiado por la izquierda, publicaba un artículo que criticaba la intolerancia de la Iglesia Católica y defendía los derechos de los homosexuales pocos días después de que García Márquez muriese sin haber encontrado el momento de distanciarse de un régimen que persiguió a los gays y a los disidentes. Que uno de esos dos grandes novelistas, racional, en tensión permanente y siempre en primera fila, sea tachado de conservador y que el otro, estancado intelectual y políticamente en las posiciones de la izquierda reaccionaria durante más de medio siglo, sea un icono del progresismo es una ilusión óptica fascinante.
[Aquí, otro texto sobre García Márquez. En la imagen, el escritor según Richard Avedon.]