
1.
Escribe Gregorio Morán:
“El Deporte, el Fútbol, las Grandes Competiciones -así, todo en mayúsculas- se anuncian ya como el gran negocio mafioso del siglo XXI. Estamos en ello. Porque la gente en épocas de aflicción quiere hacerse aún más idiota de lo que es, y como antaño tenían a mano a la Virgen de Fátima o la de Lourdes, consideran ahora que su equipo, llámese Barça o Real Madrid, o Oviedo, o Rancatapinos de Abajo, les otorga unas satisfacciones que evocan tanto las masturbaciones de nuestra adolescencia como las frivolidades de Manolo Vázquez Montalbán o el uruguayo Eduardo Galeano. Cuando en Buenos Aires me contaron que Maradona era un ídolo de la gente del plomo y la radicalidad, fui consciente de que era ineludible que la izquierda se sentara en el diván freudiano. Esa frase memorable de los hinchas cuando aseguran, convencidos de su gran papel histórico, ‘hemos ganado’ me parece tan patética como si el que vende cupones prociegos a la puerta de una sucursal bancaria asegurara que ‘hoy ha superado nuestro banco el índice de cotización que le coloca en el ranking de los más rentables’. Hemos perdido el concepto de clase. Somos subalternos con conciencia de mayordomos voluntarios.
[…]
Es una parodia sarcástica que un país conocido en el mundo entero por la más elaborada red de dopaje se atreva a plantearse unos Juegos Olímpicos.
Sería como una casa de putas proponiendo un congreso mariano en sus instalaciones. Y en este caso, sin dinero para adecuarlas a menos que se recorten aún más las partidas dedicadas a los ancianos, los parados, los jóvenes, los hospitales… ¿Cómo es posible que media ciudadanía no haya salido para denunciar esta desfachatez? Porque el deporte son votos y la fauna política lo sabe. Posiblemente sea un tema general. No podemos enfrentarnos a la estupidez de masas. Es como en los partidos de fútbol, como en las competiciones de alto voltaje, como en las finanzas, como en los periódicos… Nadie está dispuesto a decir algo que la sociedad no quiera oír”.
2.
Escribe Antonio Elorza:
“Fuera o no causa principal de la derrota, lo esencial es que el espíritu olímpico ha estado ausente demasiadas veces en España sobre el dopaje, tanto por lo que concierne a las autoridades como a los medios de comunicación. Lo importante era lograr medallas o subir a podios, con indiferencia ante los procedimientos utilizados para ello. Por ser quienes eran, nuestros campeones se encontraban por encima de toda sospecha. No era solo una reivindicación de la presunción de inocencia, sino una declaración preventiva de la misma, envuelta en sugerencias acerca de los turbios intereses que debían animar a los jueces. Sería raro encontrar fuera un ejemplo de conducta exculpatoria comparable a la del expresidente Zapatero al tratar de interferir en el procedimiento de sanción contra el eventual dopaje de Alberto Contador en el Tour. Zapatero se había autoasignado las competencias deportivas, en tanto que anexo a la presidencia del Gobierno, y no quería perder su participación en la gloria. Sin tanta estridencia, hasta hace bien poco, nuestras autoridades deportivas y políticas franquearon el Rubicón de la dignidad pronunciando la absolución previa de otros acusados. Así, una atleta como Marta Domínguez puede exhibir un espléndido palmarés, pero eso no debe borrar las investigaciones sobre su posible dopaje y aprobar que el Partido Popular viera en las mismas un ‘claro ataque político’ e ignorase la circunstancia, blindando su figura pública, al asignarle la condición de senadora. Como en la vieja película, más dura será la caída si el procedimiento de la Federación Internacional de Atletismo tiene un desenlace negativo.
En el transcurso de la Operación Puerto se tiene una impresión semejante: la Guardia Civil aplica la ley, las autoridades no toman la pertinente iniciativa de aprovechar el enorme fraude poniendo en marcha una investigación general sobre el tema y los medios deportivos informan sucintamente. En televisión, nada. Nos quedamos con los apasionantes relatos donde la crónica de las escaladas figura envuelta en elogios a corredores desconocidos. No ha de extrañar que desde otros países, y en particular desde Francia, se presente de forma grosera al deporte español como si todo éxito, de Nadal para abajo, fuera obra del doping. Recuerdo una presentación similar en las páginas del sesudo Le Figaro: mi mensaje de protesta no fue publicado en la edición digital, convirtiéndome en receptor forzoso de su publicidad. La permisividad culpable ha hecho que paguen justos por pecadores.
En fin, haya espectáculo deportivo, aunque no haya pan. Ahí está la no retroactividad de la equiparación en el IRPF a los futbolistas extranjeros o la benevolencia frente al endeudamiento de los clubes y los fichajes astronómicos. Si un club de Madrid tiene doscientos millones de deuda, hagamos torres de diecisiete pisos contra la ordenanza para que la salde. A nuestros munícipes no les preocupa que por una deuda muy inferior la Universidad tenga que expulsar profesores jóvenes, frenar la investigación y gestionar la miseria. Además, nada importa, ni siquiera la secesión catalana, si el Barça puede jugar la Liga”.
3.
Christopher Hitchens escribió en 2010:
“Y ahora una revista deportiva: en Angola a principios de enero un grupo de tiradores rocía el autobús que transporta a la selección nacional de fútbol de Togo, matando a tres personas en el proceso, y un grupo terrorista local anuncia que mientras la Copa África se juegue en suelo angoleño se producirán homicidios. Los Estados miembros de la Comunidad de Desarrollo del África Austral (SADC) que tienen la tarea ser de anfitriones de la Copa de Naciones y el Mundial de fútbol en Ciudad del Cabo este verano están sumidos en el desorden y la confusión, como consecuencia de la disputa entre Angola y Congo sobre los aspectos de ‘seguridad’ en este acontecimiento supuestamente prestigioso.
En mi escritorio hay un ensayo del brillante académico sudafricano R. W. Johnson, que describe las olas de resentimiento y los trastornos que avanzan por la hermosa Ciudad del Cabo mientras se acerca el inicio de la Copa del Mundo. Los excesos de coste y la corrupción, el cierre de escuelas para dar cabida a un nuevo estadio construido a toda prisa, la animosidad violenta entre taxistas y trabajadores del transporte, los conflictos constantes sobre los apaños para las eliminatorias, las acusaciones de soborno de árbitros… Nada está a salvo. (¿Por cierto, no hay algo grandioso y patético al mismo tiempo en las palabras ‘Copa del Mundo’? No se diferencia de la expresión micromegalómana ‘Serie Mundial’, que designa un juego que solo un puñado de países se molesta en jugar.)
Mi periódico de esta mañana tiene la noticia de otro momento desagradable en las relaciones indo-pakistaníes: legisladores pakistaníes han cancelado una visita propuesta de la India, después de que la liga del vecino más grande no pujara por ninguno de los 11 jugadores de cricket paquistaníes que había se habían ofrecido.
Mientras tanto, el agradable, acogedor y ecuánime Canadá, a punto de ser el anfitrión de los Juegos Olímpicos de Invierno de Vancouver, es ahora objeto de un torrente de denuncias de las autoridades deportivas británicas y estadounidenses, que dicen a que sus atletas se les niega el pleno acceso a la sede de pistas de esquí y de patinaje. La familiaridad con ellas es importante en la prepración y el entrenamiento, pero los canadienses están, evidentemente, decididos a proteger la ventaja del que juega en casa. Según un informe publicado en The New York Times, la pista de esquí alpino de Whistler fue el escenario de una imagen sorprendente, ya que ‘varios aspirantes a la medalla se quedaron mirando desde la valla mientras el equipo canadiense entrenaba. Todo el mundo presionaba para conseguir el descenso’, dijo Max Gartner, director de deportes alpinos de Canadá. ‘Es una ventaja que no se puede regalar ‘. Nah nah nah nah nah, son nuestras montañas y no se puede esquiar en ellas, o no hasta que hayamos sacado ventaja. ‘Somos el único país que ha acogido dos Juegos Olímpicos [1976, en Montreal y Calgary en 1988] y nunca ha ganado una medalla de oro en nuestros juegos’, se quejó Cathy Priestner Allinger, vicepresidenta ejecutiva del Comité Organizador de Vancouver. ‘No es un récord del que estemos orgullosos’. Pero, en cambio, echar a los huéspedes a codazos: de eso sí que se puede estar orgulloso.
No tuve que leer mucho más para encontrar la obsrevación que sabía que iba a hcerse sobre esta conducta maliciosa y mezquina. Un aparentemente herido Ron Rossi, que es director ejecutivo de algo relacionado con la nieve llamado USA Luge, hablaba con maltrechos tonos de un supuesto ‘pacto entre caballeros’ que se remonta a Lake Placid en 1980, y dijo de la solapada táctica de Canadá: ‘Creo que muestra una falta de deportividad ‘.
Al contrario, señor Rossi, lo que estamos viendo es la esencia misma del deporte. Ya se trate de la exacerbación de las rivalidades nacionales que quieras -como en África este año- o la exposición de los rasgos más deprimentes de la personalidad humana (armas de fuego en los vestuarios, palos de golf empleados en el hogar, los perros mutilados y torturados en las casas de las estrellas para hacerlos pelear, drogas y esteroides en todas partes), solo tienes que mirar el amplio mundo de los deportes para encontrar los ejemplos más variados y evidentes. Como George Orwell escribió en su ensayo de 1945 ‘El espíritu deportivo’, tras otro brote de caos y chovinismo en el campo del fútbol internacional, ‘el deporte es una causa indefectible de mala voluntad’. Seguía:
Siempre me sorprende oír que el deporte crea buena voluntad entre las naciones, y que, si los pueblos del mundo pudieran enfrentarse en el fútbol o el críquet no sentirían ninguna inclinación a enfrentarse en el campo de batalla. Incluso aunque uno no conociera por ejemplos concretos (los Juegos Olímpicos de 1936, por ejemplo) que los concursos deportivos internacionales conducen a orgías de odio, podría deducirlo a partir de principios generales.
Un poco fuerte, podría decirse. Pero ¿qué pasa con la guerra fronteriza entre El Salvador y Honduras en 1969, cuando la violencia desatada por un partido de fútbol disputado escaló hasta un bombardeo aéreo? En Jartum, recientemente, un partido de fútbol entre Egipto y Argelia llevó a la violencia generalizada, un brusco intercambio de notas diplomáticas, un discurso sobre el ofendido honor nacional del presidente Hosni Mubarak, el odio histérico bombeado en los medios de comunicación estatales, y un extenso deterioro de lo que se podría llamar civilidad. ¡Y esto entre dos miembros de la Liga Árabe! Por cierto, la observación se hace cargo de la excusa que a veces se ofrece: que si los países rivales limitaran sus enfrentamientos al ámbito deportivo, la disputa entre ellos se liquidará indirectamente. Antes del partido en Jartum, Egipto y Argelia no tenían ninguna disputa diplomática. Después del juego, gente perfectamente seria decía en El Cairo que la atmósfera se parecía a la que había después de la derrota del país en la guerra de junio de 1967… En el caso de India-Pakistán, la situación es casi la inversa: las relaciones entre los dos países han sido bastante venenosas durante décadas, pero no hay duda de que el desaire del cricket ha convertido casi sin esfuerzo una muy mala situación en otra aún peor.
Sí, sí, conozco Invictus y soy un poco amigo y gran admirador del autor del libro original. Pero fue el uso de rugby y otros cultos deportivos para reforzar y ejemplificar el apartheid lo que había creado el problema en primer lugar. Y ningún observador con los ojos abiertos de la escena sudafricana cree que el momento Invictus fuera más que una breve pausa en la disminución constante de la amistad entre los grupos étnicos del país: un declive que tiene mucho que ver con las rivalidades deportivas e idiotas fidelidades y costumbres de las que dependen esas lealtades. Así que ahí hay algo tan tóxico que está incluso a prueba de Mandela. (Supongo que la gente que voluntariamente se describe como ‘fan’ es consciente de la etimología del término, pero considera que no es ningún insulto.)
No he terminado. Nuestro propio discurso político, ya bastante vaciado, ha sido degradado por la continua importación de metáforas ‘deportivas’: expresiones pobres e insípidas y alegres como ‘fuera de juego’, ‘línea de gol’, y otras tonterías. Esto es ya bastante duro para los ojos y los oídos -y hay algunos dibujantes parecen incapaces de hcer nada sin ello-, pero también aumenta la tendencia deplorable a mirar el sistema de partidos como una cuestión de lealtad de equipo, que es la forma más trivial y paleta que el vínculo puede tomar. Mientras tanto, el chanchullo del patrocinio significa que una sarta de ladrones y mediocres son regularmente comercializados y presentados como ‘modelos de conducta’, y se considera normal que la programación seria sea pospuesta o incluso interrumpida si un juego aburrido entra en (las palabras son como un redoble) la prórroga.
No puedo contar el número de veces que he cogido el periódico en un momento de crisis y encontrado regiones enteras de la primera página dedicadas tanto a los resultados ya conocidos de un juego aburrido, o a la depredación moral o criminal de algún consumidor de esteroides excesivamente bien pagado. Escucha: el periódico tiene una sección separada dedicada a toda la gente que quiere degradar el acto de leer al mirar con entusiasmo los resultados de los eventos deportivos que tuvieron lugar el día anterior. Estos consumidores ávidos también tienen toneladas de canales especializados y publicaciones que están cuidadosamente moldeados a sus necesidades especiales. Todo lo que pido es que se mantengan fuera de los periódicos destinados a personas adultas.
O imagina esto: me siento en un bar o restaurante y de pronto salto, el rostro contraído de placer o pena, gritando y gesticulando y mirando como si luchara contra abejas. Yo esperaría que el maître pronunciara al menos una palabra de sosiego, que mencionase la presencia de otras personas. Pero entonces todo lo que necesito hacer es pronunciar algún conjuro tonto -’Steels’, por ejemplo, o incluso ‘Cubs’- y todo el mundo decide que soy un caso especial que merece que le traten de forma consoladora. O que me otorguen un amplio espacio: ¿alguna vez te has visto envuelto en una pelea por un partido que ni siquiera sabías que se estaba jugando? ¿O has visto los rostros patéticos de unos hombres, e incluso algunas mujeres, tratando de mantener el paso con la manada al profesar una devota lealtad a otra manada que aparece en la pantalla? Si quieres una metáfora deportiva decente que funcione tanto para los aficionados como para los jugadores, intenta escoger una de los escándalos más recientes. El aspecto –y el habla- de todos los implicados apunta a que sufren una conmoción cerebral.
¡Espera! ¿Alguna vez has tenido una discusión sobre la educación superior que no estuviera contaminada con balbuceos sobre el equipo de la universidad y las increíbles instalaciones del campus para el culto de la guerra atlética? ¿Has visto cómo la señal de un mal instituto que se acerca a su momento Columbine es que los atletas dirigen el centro? ¿Te preocupas cuando generales retirados aparecen en la pantalla y hablan neciamente sobre ‘touchdowns’ en Afganistán? Por una especie de ley de Gresham, el énfasis en el deporte tiene un efecto de reducir constantemente el mínimo denominador común, en su propio campo y en todos los que permiten que los infecte.
Aunque yo no creía que la historia perteneciera a la sección de noticias, hoy me he enterado de que no hay nieve suficiente para el festival tan financiado de Vancouver, y traerán algunas cosas blancas desde el norte. Al menos ese puede ser un momento que resulte interesante observar (los haitianos, en particular, seguro que estarán encantados de verlo). Mientras tanto, al igual que millones de otras personas a las que el asunto no les importa, no podré escapar del pulverizador aburrimiento del propio acontecimiento. El calentamiento global nunca pareció una perspectiva más atractiva. Que no nieve, que no nieve, que no nieve”.
2.
George Orwell escribió en 1945:
“Ahora que ha terminado la breve visita del equipo de fútbol Dinamo, se puede decir públicamente lo que muchos pensaban o decían en privado antes de que se produjera. Es decir, que el deporte es una causa indefectible de mala voluntad, y que si esa visita tuviera algún efecto sobre las relaciones anglo-soviéticas, solo podría ser para que estas anduvieran un poco peor que antes.
Ni siquiera los periódicos han podido ocultar el hecho de que al menos dos de los cuatro partidos jugados crearon muchos sentimientos negativos. En el partido del Arsenal, me ha dicho alguien que estuvo allí, un británico y un jugador de Rusia llegaron a las manos y la multitud abucheó al árbitro. El partido de Glasgow, alguien me informa, fue simplemente un acontecimiento sin reglas desde el principio. Y luego estaba la polémica, típica de nuestra época nacionalista, sobre la composición del equipo del Arsenal. ¿Era realmente un equipo de toda Inglaterra, como afirman los rusos, o solo un equipo de la liga, como afirman los británicos? ¿Y los Dinamos pusieron fin a su gira bruscamente para evitar jugar contra un equipo de toda Inglaterra? Como de costumbre, todo el mundo responde a estos interrogantes según sus preferencias políticas. No todos, sin embargo. He observado con interés, como un ejemplo de las pasiones feroces que provoca el fútbol, que el corresponsal deportivo del rusófilo News Chronicle adoptó la línea antirrusa y mantenía que el Arsenal no era una selección de Inglaterra. Sin duda, la controversia continuará resonando durante años en las notas a pie de página de los libros de historia. Mientras tanto, el resultado de la gira del Dinamo, en la medida en que ha tenido algún resultado, habrá sido crear nueva animosidad en ambas partes.
¿Y cómo podía ser de otra manera? Siempre me sorprende oír que que el deporte crea buena voluntad entre las naciones, y que, si los pueblos del mundo pudieran enfrentarse en el fútbol o el críquet no sentirían ninguna inclinación a reunirse en el campo de batalla. Incluso aunque uno no conociera por ejemplos concretos (los Juegos Olímpicos de 1936, por ejemplo) que los concursos deportivos internacionales conducen a orgías de odio, podría deducirlo a partir de principios generales.
Casi todos los deportes que se practican hoy en día son competitivos. Juegas a ganar, y el juego tiene muy poco significado a menos que hagas todo lo posible para ganar. En el campo de tu pueblo, donde eliges a tus compañeros y no aparece ningún sentimiento de patriotismo local, es posible jugar simplemente por diversión y ejercicio, pero tan pronto como se plantea la cuestión del prestigio, tan pronto como sientes que tú y una unidad más grande a la que perteneces sufrirá una deshonra si pierdes, se despiertan los instintos más salvajes del combate. Lo sabe cualquiera que haya jugado un partido de fútbol en la escuela. A alto nivel internacional el deporte es, francamente, una imitación de la guerra. Pero lo importante no es el comportamiento de los jugadores, sino la actitud de los espectadores, y, detrás de los espectadores, de los países que se convierten en furias por estas competiciones absurdas, y creen sinceramente –en todo caso durante un breve periodo de tiempo– que correr, saltar y dar patadas son pruebas de virtudes nacionales.
Incluso un juego pausado como el críquet que exige más elegancia que resistencia, puede causar mucha mala voluntad, como vimos en la controversia sobre la postura del cuerpo al lanzar y la táctica áspera del equipo australiano que viajó a Inglaterra en 1921. El fútbol, un deporte en el que todo el mundo se hace daño y en el que cada nación tiene un estilo de juego propio que a los extranjeros les parece injusto, es mucho peor. El peor de todo es el boxeo. Uno de los lugares más horribles del mundo es un combate entre púgiles blancos y negros ante un público mixto. Pero el público del boxeo es siempre repugnante, y el comportamiento de las mujeres, en particular, es tal que el ejército, creo, no les permite asistir a sus competiciones. En cualquier caso, hace dos o tres años, cuando la Home Guard y las tropas regulares tenían un torneo de boxeo, me pusieron a hacer guardia a la puerta de la sala, con órdenes de mantener a las mujeres fuera.
En Inglaterra, la obsesión con el deporte es bastante mala, pero pasiones aún más feroces se despiertan en países pequeños, donde los juegos y el nacionalismo son productos recientes. En países como la India o Birmania, en los partidos de fútbol se necesitan fuertes cordones policiales para impedir que la multitud invada el campo. En Birmania, he visto a los partidarios de un lado superar a la policía e inutilizar al portero del equipo contrario en un momento crítico. El primer partido de fútbol importante que se jugó en España hace unos quince años condujo a una revuelta incontrolable. En cuanto se despiertan fuertes sentimientos de rivalidad, la idea de jugar de acuerdo a las normas se desvanece. La gente quiere ver a un lado arriba y al otro humillado, y se olvida de que la victoria obtenida a través del engaño o mediante la intervención de la masa carece de sentido. Incluso cuando los espectadores no intervienen físicamente tratan de influir en el juego dando vivas a su propio lado y «ensordeciendo» a los jugadores contrarios con abucheos e insultos. El deporte serio no tiene nada que ver con el juego limpio. Está vinculado al odio, los celos, la jactancia, el desprecio de todas las reglas y el placer sádico de ser testigo de la violencia: en otras palabras, es la guerra sin los tiros.
En vez de parlotear sobre la rivalidad limpia y saludable del campo de fútbol y el gran papel desempeñado por los Juegos Olímpicos para unir a las naciones, es más útil averiguar cómo y por qué surgió este moderno culto moderno al deporte. La mayoría de los juegos que se juegan ahora son de origen antiguo, pero el deporte no parece que se haya tomado muy en serio entre la época romana y el siglo XIX. Incluso en las public school inglesas el culto a los juegos no se inició hasta finales del siglo pasado. El doctor Arnold, generalmente considerado como el fundador de la escuela pública moderna, consideraba los juegos una pérdida de tiempo. Luego, sobre todo en Inglaterra y los Estados Unidos, los juegos se convirtieron en una actividad fuertemente financiada, capaz de atraer grandes multitudes y despertar pasiones salvajes, y la infección se propagó de un país a otro. Los deportes más violentamente combativos, el fútbol y el boxeo, son los que más se han extendido. No puede haber muchas dudas de que todo está ligado al auge del nacionalismo: es decir, al lunático hábito moderno de identificarse con unidades de poder más grandes y verlo todo en términos de prestigio competitivo. Además, los juegos organizados son más propensos a florecer en las comunidades urbanas, donde el ser humano medio vive una vida sedentaria o por lo menos físicamente restringida, y no recibe muchas oportunidades de trabajo creativo. En una comunidad rústica un niño o joven se libra de buena parte de su excedente de energía al caminar, nadar, hacer bolas de nieve, subir a los árboles, montar a caballo, y a través de varios deportes que implican crueldad hacia los animales, como la pesca, peleas de gallos y cazar ratas con hurones. En una gran ciudad debe realizar actividades de grupo, si quiere dar una salida a su fuerza física o a sus impulsos sádicos. Los juegos se toman en serio en Londres y Nueva York, y se tomaban en serio en Roma y en Bizancio: se jugaron en la Edad Media, y probablemente con mucha brutalidad física, pero no se mezclaban con la política ni la causa de odios de grupo.
Si quieres añadir más al vasto fondo de la mala voluntad existente en el mundo en este momento, no se podría hacer nada mejor que organizar una serie de partidos de fútbol entre judíos y árabes, alemanes y checos, indios y británicos, rusos y polacos, italianos y yugoslavos, y que cada partido fuera visto por un variado público de 100.000 espectadores. Por supuesto, no sugiero que el deporte sea una de las principales causas de la rivalidad internacional; el deporte a gran escala es en sí, creo, solamente otro efecto de las causas que han producido el nacionalismo. Sin embargo, empeorarás las cosas enviando un equipo de once hombres, etiquetados como campeones nacionales, para luchar contra algún equipo rival, y permitiendo que todas las partes sientan que la nación que resulte derrotada ‘perderá prestigio’.
Espero, por tanto, que la visita de los Dinamos no sea seguida del envío de un equipo británico a la URSS. Si tenemos que hacerlo, mandemos un equipo de segunda fila, que vaya a perder sin duda y no pueda representar a Gran Bretaña como un todo. Ya hay bastantes causas reales de problemas, y no necesitamos aumentarlas animando a los jóvenes a patearse las espinillas bajo los rugidos de espectadores furiosos”.
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